Como ya hemos comentado en ocasiones anteriores, siempre es conveniente tener en cuenta el valor de los juegos tradicionales como recurso didáctico: la mayoría de ellos educan poniendo en marcha principios tan importantes como la actividad o la sociabilidad: especialmente interesantes en una sociedad que camina al sedentarismo y a la comunicación a distancia.
Un niño que se ejercita desde los primeros años de su vida en juegos está emprendiendo su camino hacia su correcto desarrollo como adulto. Los juegos son una gran base sobre la que realizar trabajos formativos de cualquier clase, por eso no conviene infravalorar todo lo que trae consigo un buen juego de mesa. Nos permiten observar y aprender aspectos tan importantes de nuestra relación con los demás como la participación, la creatividad, el gusto estético, la sociabilidad, los comportamientos, ¿qué mejor forma de aprender acerca de la tolerancia, la comprensión, la perdida, el fracaso, las buenas maneras, las buenas palabras, la sensibilidad, la renuncia …? Además se potencia la observación y la atención hasta tal punto que un niño puede cambiar sus comportamientos como reflejo de los de otros.
En definitiva, los juegos son como la vida: o aceptas las reglas o estas fuera. Por eso los más pequeños, sin darse cuenta, aprenden la norma básica de la convivencia: respetar y ser respetado. Y es que en todo juego hay un mensaje implícito, unas reglas básicas, aunque mínimas, que deben ser cumplidas. Reglas que hoy forman parte de un juego, pero que mañana posiblemente serán parte de algo mucho más importante.
A fin de cuentas jugar es conocernos y conocer al otro: la base de las relaciones sociales auténticas.